Pero la cosa no es tan sencilla como nos la contaron. Sucede
que el estereotipo de la relación de pareja perfecta que
idealiza y venera la sociedad de consumo, tiene condiciones
muy estrictas y pocas veces (o casi nunca) hay personas que
protagonicen exitosamente historias de amor y sus
ensoñaciones cinematográficas. Por el contrario, son los
testimonios del fracaso y del desamor, del desengaño, la
decepción y la soledad, los que nos parecen más comunes,
vívidos y familiares. Muchos hombres y mujeres en nuestra
sociedad conocen la experiencia del amor por vivir con
intensidad su antítesis. Y aunque resulta también una
experiencia emocionalmente intensa y válida, están
convencidos de que lo que sienten y viven no es el amor, de
que no puede serlo porque no es de color de rosa y azucarado
como en el cuento que cada noche le leía mamá o papá.
La doctrina religiosa -sobre todo en Occidente- es tajante
y, sin tocarse el corazón, abiertamente señala como
fracasadas a las uniones que no buscan su aprobación
sacramental, a las que (por la causa que sea) no traen hijos al mundo o a las
parejas que
se alejan de los cánones de conducta que establecen sus
escrituras e iglesias. Por su parte, la ley (influenciada
centenariamente por las máximas del dogma religioso) se da hoy de topes
contra las paredes al ver transformarse las
relaciones humanas que pretende regular, confrontándose cada
vez más con la sociedad al tratar, de manera infructuosa, de
imponer un concepto caduco de la familia, del matrimonio,
del amor de pareja o
de la justicia social. En los hechos, la institucionalidad del amor y de la
vida en pareja se ha colapsado, tanto para la mirada
"piadosa" de un Dios inquisidor como frente a los ojos
cubiertos de la dama de la espada y la balanza.
Por su parte, las empresas de la comunicación masiva (tan distintivas de la
sociedad contemporánea) todos los días dedican incontables
esfuerzos, horas de discursos e imágenes, para ensalzar,
darnos la pauta y
reiterar la idea lícita de lo que se considera es -o debe
ser- el amor en pareja. En mensajes de todo tipo y a través
de medios impresos y electrónicos,
se nos busca convencer de que quienes no vivimos en pareja y
no nos comportamos como "es debido", somos
mitad personas, humanos incompletos, medias naranjas,
fracasados o una
suerte de pecadores que no hemos sido capaces de concretar
el éxito
emocional. Pero, por fortuna y como lo ha demostrado Ugly Betty
("Betti la Fea"), siempre hay la posibilidad de encontrar el
buen camino, de transformarse consumiendo los productos y los servicios que
nos harán lucir funcionales, deseables, saludables,
juveniles y prósperos (...¡'ajá!).
Y el fin último de todo este consumo
mercantilista será, desde luego, el de convertirnos en
candidatos aptos para conformar un matrimonio tradicional y
después formar una feliz familia nuclear (..."los seres
vivos nacen, crecen, ¡se reproducen!.... y mueren", nos
repiten insistentemente desde la escuela primaria). Cualquier otro tipo de
trayectoria o de unión y, desde luego, de intención para
institucionalizarle, es ilegítima, disfuncional, antinatural
y, por tanto, justificablemente reprobable.
Según la publicidad masiva, a través del consumo de
prácticamente cualquier producto (un auto, un desodorante,
un aceite comestible, una lavadora, una casa o un refresco)
invariable y hasta mágicamente estamos propiciando la
posibilidad de tener una relación de pareja ideal, legítima,
funcional y socialmente deseable. En la mayor parte de los
mensajes publicitarios con los que somos bombardeados
diariamente, se interpreta que la felicidad no radica sólo
en la convivencia humana de la pareja o en cosas como tener
sexo con alguien atractivo; la felicidad es -sobre todo-
aquel momento cuando los integrantes de la pareja
alcanzan el poder adquisitivo suficiente como para subir en la
escala social y logran consolidar -por fin- un
patrimonio para reproducir a una nueva familia tradicional (con
papá, mamá, hijos, hermanos, nietos...).
Para este discurso que sacraliza y hace válida una sola
forma de unión (la pareja heterosexual viviendo en
matrimonio), cualquier otra forma de convivencia o de
familia no merece la pena tratar de entenderle y mucho menos
de explicarle. Definitivamente, para el concepto de amor que
prevalece en las sociedades contemporáneas, otras formas de pareja (como
el amasiato, el concubinato y ya no se digan otras rarezas) son
uniones
monstruosas y antinaturales que atentan contra la
reproducción y la permanencia de la vida y, desde luego,
operan en contra de la sociedad. No hay vuelta de hoja.
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Como sucede comúnmente entre hombres y mujeres
heterosexuales, existe también entre las personas homosexuales una
especie de urgencia emocional -muchas veces
social- por tener una pareja amorosa que les complemente. El
bombardeo publicitario al que todos estamos expuestos nos
hace percibirnos como individuos incompletos o mutilados cuando
no tenemos una pareja sentimental a nuestro lado, siendo
entonces la respuesta más lógica complementarse con una
pareja. Cuando esto no es posible, cuando la persona
permanece sola sin una pareja con la que pueda construir el
amor, la sociedad lo reprueba y lo margina (como lo hace
invariablemente con el fracaso). En el caso
de las mujeres heterosexuales es muy visible la crueldad social
hacia el fracaso, al
calificar a la que aún no se ha casado después de los
treinta años de edad como "solterona" o "quedada" (adjetivos
peyorativos de uso muy común).
Quizás por miedo al
juicio puntilloso o al rechazo del grupo, pero sobre todo
por el sentimiento de frustración que trae consigo el no
poder degustar de las mieles que promete el amor ideal, infinidad
de hombres y mujeres, de gays y heterosexuales, viven
cotidianamente una
obsesiva y neurótica búsqueda del ser amado y de la relación de pareja
ensoñada. Desafortunadamente, el encuentro del amor ideal no
es algo fácil ni accesible para todos (de no ser para el
príncipe del cuento); pero, en cambio, la frustración parece
ser la condición más generalizada entre los que viven
enfrascándose en breves amasiatos y hasta matrimonios que
terminan siendo -en su percepción del amor- un total fiasco.
El amor no es como te lo contaron ... (mejor llégale a tu
vicio)
A
Eduardo Villanueva lo conocí cuando yo tenía veinticuatro
años y él -creo- tenía veintiséis. La noche misma en que nos
encontramos en el antro nos apresuramos para irnos a coger a mi casa. El
sexo con el guapo libanés estuvo en verdad riquísimo y, a
partir de aquella ardiente madrugada, decidimos continuar con
nuestros encuentros sexuales casi cada fin de semana y a
veces entre semana. Teníamos mucho, pero mucho sexo, y
hacíamos de cada encuentro en verdad un evento memorable.
Pero también -más que la verdad-, fue importante el hecho de
que nos agradábamos, que teníamos muy buena comunicación y
que nos caíamos muy bien.
En incontables ocasiones, mi amigo sexual y yo viajamos
junto con los cuates a Cuernavaca o a Valle de Bravo, donde
pasábamos horas y noches enteras departiendo y -¡pues
claro que también!- encerrados en nuestra habitación cogiendo de lo más
rico. A veces, cuando la encerrona era en mi casa,
invitábamos a alguien más con nosotros para hacer tríos y
hasta cuartetos sexuales que, incluso, dejábamos
fotografiados o grabados en vídeo. No había inhibiciones
entre nosotros, sólo nuevas ideas y enormes deseos de
llevarlas a cabo (y de ser en la cama, mejor).
Eduardo y yo nunca nos planteamos establecer una relación de
pareja o algo semejante (al menos para mi era algo
inconcebible), pero en cambio admitíamos abiertamente nuestra empatía
y amistad,
así como lo mucho que nos gustaba estar
juntos platicando o, desde luego, cogiendo. En muchas ocasiones expresamos nuestro
afecto en público y permanecíamos abrazados por largos
ratos, como los buenos camaradas que
llegamos a ser. Eduardo y yo jamás tuvimos un enojo ni un conflicto
fuerte, simplemente porque no esperábamos más de lo que ya a manos llenas nos
dábamos cada siete, quince o veinte días. Esto sucedió y
aumentó su intensidad a lo
largo de más de siete años.

Cuando conocí a Jesús Martín y me planteé una relación de
pareja con él, dejé de ver a mi exquisito amigo sexual por un largo
tiempo. Al igual que ya lo hacían mis amigos más cercanos,
yo quise iniciar con Jesús Martín una relación de pareja que
fuera reconocida y asimilada por todo mi grupo social. Esto coincidió con que, también, Eduardo inició una
relación amorosa con una mujer más grande que él y,
siguiéndola, pasaba la mayor parte del tiempo en el Puerto
de Veracruz.
A pesar del estupendo sexo que teníamos mi
nuevo novio y yo, el tratar de complementar otras facetas de
nuestras vidas dio verdaderamente al traste con toda la relación de pareja
y terminó por dejarme destrozado, totalmente frustrado. Una
cosa era el delicioso sexo que teníamos Jesús Martín y yo, y
otra cosa muy distinta era nuestra vida familiar,
profesional o laboral -por mencionar algo. Por
su lado, la relación de Eduardo con la jarocha fue igual de
accidentada que la mía con Jesús Martín y, al final, corrió con la misma suerte que yo
al salir profundamente lastimado.
En cierta ocasión, estando Eduardo y yo profundamente devastados por el fracaso
de nuestras respectivas relaciones de pareja, nos
encontramos una tarde en mi casa para platicar
y ponernos al corriente de nuestras vidas. Cada quien habló
de su frustración por la fracasada relación con su pareja, de lo
terriblemente enamorados que estábamos a pesar de ello y de lo
inmensamente doloroso que
resultaba no poder complementarse totalmente con el ser
amado y, así, construir una vida en común (..."y vivieron
juntos y felices por siempre"). Eduardo lamentaba que su
amada tuviera prioridades distintas a las de él y que le diera
prioridad a las formalidades sociales y a su hija, y yo me
quejaba de que Jesús Martín no era el chico cariñoso y responsable,
involucrado en mis actividades, con el que yo tanto soñaba.
Desde el fondo de nuestras heridas, emergió un hedor a sangre
descompuesta y a heridas supurantes que, inevitablemente, invadió la habitación.
Ni Eduardo ni yo teníamos remotamente la idea ni el deseo de
irnos a la cama esa tarde. Lo nuestro dejó de ser lo mismo;
jamás volvimos a sentir el fuego de nuestra piel desnuda,
una sobre la otra, una adentro de la otra.

Después de describirle a mi por años amigo sexual la
extensión
de mi herida, guardó silencio por unos momentos y fijó sus brillantes ojos ámbar en
los míos. Me tomó la mano y me dijo con mucha dulzura: "cómo me hubiera
gustado ser yo por quien sintieras e hicieras todo lo que dices".
Sentí como si me vaciaran encima un balde de agua fría,
dándome entonces cuenta de que lo que sentía y había
compartido con Eduardo también era una historia maravillosa
que marcaría para siempre mi vida. Y así fue; él vive en mi
corazón.
Así, mientras platicábamos de nuestras heridas abiertas, los dos
nos dábamos cuenta de lo mucho que nos queríamos y de lo
completo que fue cada instante que compartimos como pareja sexual,
como amigos y como cómplices. Desgraciadamente, el
entumecimiento causado por los fuertes golpes que ambos
habíamos recibido de nuestros respectivos amados, no nos
dejó sentir más que un súbito enfriamiento de la
brillante flama que antes compartíamos, y se abrió entre nosotros una distancia
abismal y ya insalvable. Después de esa tarde, cada uno de nosotros continuó lamiendo sus
propias heridas y, al final, nos distanciamos definitivamente.
¡Fuimos tan ciegos!...; cada uno permaneció derribado en su
propia esquina, aturdido en su propio fracaso amoroso,
sumido en la más triste derrota por la incapacidad de
moldear la relación de pareja perfecta a lado del ser amado.
Sin darnos cuenta, hicimos a un lado un sentimiento limpio y
ajeno a los convencionalismos, inmensamente satisfactorio y
alejado de las estúpidas ensoñaciones
colectivas del amor. No he vuelto a saber de Eduardo y,
bueno, obviamente mucho menos de Jesús Martín.

Amor a la medida ... (para qué tanto choro)
Para combatir la frustración de no poder encontrar el amor ideal,
perfecto y funcional al que aspiramos, lo primero es dejar
de creer en todo lo que se dice es y debe ser este casi
intangible sentimiento humano.
Desmantelar la construcción
social del amor y tratar de frenar el fluir de ese concepto
que invade todas
las venas del sistema (especialmente los días de San
Valentín), no es cosa fácil y requiere de mucha voluntad y
algo de inteligencia. En el camino hacia este fin, nos enfrentaremos con
palabrotas como "monogamia", "fidelidad" o "promiscuidad",
tan arraigadas en el juicio social en contra de los amores
que se declaran diferentes (esos a los que con tanta pasión dirigieron su poesía
hombres como el francés Jean Genet, el mexicano Agustín Lara o
el estadounidense Walt Whitman).
Lo más trascendente y, sin duda, lo más gratificante para
uno mismo, sucede cuando -alejados de la idea social del
amor perfecto- comenzamos a reconocer y a disfrutar en todo
lo que valen las relaciones afectivas que establecemos con
cada una de las personas que comparten nuestra
vida..., con cada amante, con cada amigo, cada familiar e
incluso con cada enemigo.
Además de muy respetable, es de la mayor trascendencia el
que la ley reconozca y regule las uniones civiles entre
personas del mismo sexo (los popularmente llamados
"matrimonios gay"). Esta es una conquista liberal, anti-conservadurista
y que indudablemente ha ampliado los derechos civiles de
miles de hombres y mujeres gays (antes marginados,
perseguidos y discriminados en muchas partes del mundo). Sin
embargo, en otros ámbitos de nuestra vida cotidiana, esa
idea del amor perfecto que ha sido construida por la
sociedad fluye y penetra -como la mismísima humedad- a
diferentes escalas e intensidades en el discurso colectivo,
en la psicología de los individuos, en los mensajes
publicitarios de la comunicación masiva, en la economía, en
la cultura y en los sistemas jurídicos locales y nacionales. La
construcción social del amor lo corrompe todo, absolutamente
todo.
Querer equiparar o buscar asemejar las relaciones afectivas
de una pareja heterosexual con las de una homosexual, o
viceversa, es ocioso. Ambos sentimientos emergen desde el
fondo de nuestra naturaleza humana y ambos están expuestos
al fracaso y a la frustración por no
ajustarse fielmente a las premisas básicas que,
supuestamente, garantizarían el éxito del amor (como si el
amor fuera una contienda bélica o una confrontación de poder
de la que hay que salir exitoso, ganador, vencedor). Cada
pareja -gay o heterosexual- presenta su propia disfunción
frente al sistema del amor perfecto y cada cual manifiesta su propio síntoma.
Así, por ejemplo, el divorcio, el adulterio y el concubinato
-entre otros supuestos jurídicos-, configuran conductas
consideradas indeseables y que son sinónimo de fracaso en las relaciones
que son reguladas por la institución
matrimonial.
Ya para dejarse de tanto rollos: si eres una persona que siente una enorme
necesidad de encontrar a una pareja sentimental con la cual
complementar tu vida, y lo único que has conseguido con tu
búsqueda casi obsesiva es acrecentar en tu interior un
fuerte sentimiento de frustración y vacío,
de que eres una media naranja o un individuo incompleto, entonces la mejor opción con la que cuentas es la de
reinventarte, desmantelar y reconstruir completamente la
idea que tienes del amor.

No somos partidarios de acuñar una definición precisa de lo
que es o debe ser el amor y las relaciones de pareja gays,
pues inmediatamente ésta se volvería limitada, impositiva
-como lo es hoy- y hasta falsa. El amor, el concepto y
no el sentimiento, quizás debiera ser algo muy parecido a la
suma de las vivencias que hemos tenido a lo largo de nuestra
historia personal con cada uno de nuestros amores (amantes,
amoríos o como se les quiera nombrar), del gozo y del
infortunio que junto a ellos vivimos, y finalmente, la
manera en que esas experiencias han forjado -positiva o
negativamente- a nuestra personalidad.
Aquí caben monogámicos y poligámicos, bugas y gays, hombres
y mujeres...; cabe esa inmensa mayoría de gente que
experimenta el fracaso por no protagonizar en carne propia
ni poder realizar plenamente la construcción social del
amor. Hay quienes han optado por sufrir su propio calvario
lamentándose de lo que no fue, de lo lejos que estuvo su
relación afectiva del "deber ser" del amor; pero por fortuna
los hay quienes sólo toman de las personas (de una, dos o
las que sucedan) lo mejor que les pueden dar. Felizmente,
hay quienes se dan primero y que dan de sí siempre lo mejor.
▄
... ¡A ustedes, amantes fugaces, es a quienes debo que mi
vida esté plena, rebosante de amor!...,
pero a ti, amado mío, acuso de haber dejado en mi alma las
cicatrices más hondas ...
PC; Notas Difíciles
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